Los ‘Frankenfoods’: ¿qué son y cómo afectan nuestra salud?
Autor: Prof. Liu Zheng
Al abrir la nevera, nos encontramos con un yogur «bajo en grasa» que promete ayudarnos a mantener la línea. En la despensa, cereales «fortificados con vitaminas». Y en el congelador, una comida «baja en calorías» lista en tres minutos. Todos parecen saludables a primera vista.
Sin embargo, detrás de estos productos aparentemente inofensivos se esconde una realidad inquietante: los «Frankenfoods» – alimentos ultraprocesados que poco tienen que ver con la materia prima que alguna vez fueron.

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El auge silencioso de los ultraprocesados
La paradoja moderna de la alimentación tiene nombre propio: ultraprocesados. Muchas personas nunca entienden por qué, a pesar de consumir productos etiquetados como «saludables», su peso aumenta y su energía disminuye. La respuesta está en esos alimentos diseñados en laboratorios, no en cocinas, cuyo objetivo principal es maximizar ganancias, no nuestra salud.
Los alimentos ultraprocesados han revolucionado nuestra forma de comer. Son convenientes, accesibles y diseñados para ser irresistibles. El problema es que, a nivel nutricional, pueden ser verdaderas bombas de relojería para el organismo.
Más allá del empaque colorido
Para entender qué hace que estos productos sean tan problemáticos, basta revisar su composición. Un simple pan de molde industrial puede contener más de 20 ingredientes, muchos sintéticos y difíciles de pronunciar.
Los ultraprocesados incluyen sustancias que raramente usaríamos en casa: estabilizantes, emulsionantes, colorantes, potenciadores del sabor… La lista es interminable.
Estos aditivos no solo mejoran la apariencia y prolongan la vida útil, sino que están calculados para crear una respuesta adictiva. Cuando los consumimos, nuestro cerebro recibe señales intensas de placer, pero no los nutrientes necesarios. Esto genera un ciclo de hambre y ansiedad que nos lleva a comer más, beneficiando a la industria, pero perjudicando nuestra salud.
Los efectos invisibles en el cuerpo
Según un estudio del British Medical Journal, quienes consumen altas cantidades de ultraprocesados tienen un 62% más de probabilidades de muerte prematura. Este dato alarmante se explica por múltiples factores.
Estos alimentos suelen ser ricos en grasas saturadas, azúcares refinados y sodio, mientras carecen de fibra, proteínas de calidad y micronutrientes esenciales. Es como llenar el tanque con combustible de mala calidad: a corto plazo funciona, pero eventualmente el motor falla.
Los aceites hidrogenados pueden aumentar el colesterol LDL y reducir el HDL, incrementando el riesgo cardiovascular. Los edulcorantes artificiales, presentes en productos «light», alteran la microbiota intestinal y pueden afectar la tolerancia a la glucosa, aumentando paradójicamente el riesgo de diabetes.
Nuestro cuerpo está diseñado para procesar alimentos, no productos químicos. Cuando recibe constantemente sustancias que no reconoce, se produce una inflamación crónica que origina numerosas enfermedades modernas.
Los maestros del disfraz
Estos productos son expertos en camuflarse. Un pasillo de comida «natural» puede estar repleto de ultraprocesados hábilmente disfrazados.
Las etiquetas «bajo en grasa», «sin azúcar añadida» o «fuente de fibra» son estrategias que distraen de la lista de ingredientes. Un producto puede ser bajo en grasa, pero estar cargado de azúcares, o presumir de ser «integral» cuando apenas contiene una pizca de harina integral.
La industria alimentaria ha encontrado el «punto de felicidad» – la combinación perfecta de grasa, azúcar y sal que hace que no podamos parar de comer. Esta manipulación va más allá del sabor. Los aromas, colores e incluso sonidos están diseñados para crear una experiencia sensorial adictiva.
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El precio real de la conveniencia
Para muchos, los ultraprocesados representan una solución práctica en un mundo acelerado. La falta de tiempo para cocinar y las múltiples responsabilidades hacen que los alimentos preparados parezcan la única opción viable.
Esta realidad es comprensible, pero la conveniencia tiene un costo oculto. Las enfermedades asociadas generan un gasto sanitario enorme y el deterioro de la calidad de vida es incalculable.
Además, existe un costo social. Los ultraprocesados suelen ser más baratos que los alimentos frescos, creando una desigualdad en el acceso a una alimentación saludable. Las personas con menos recursos son, irónicamente, las que más sufren la obesidad y sus consecuencias, generando un círculo vicioso de pobreza y enfermedad.
Recuperando el control del plato
A pesar del panorama desalentador, cada vez más personas buscan alternativas. El cambio no es fácil. Al principio, el paladar extraña los sabores intensos de los ultraprocesados. Las papilas gustativas acostumbradas a esos estímulos necesitan tiempo para redescubrir el sabor real de los alimentos.
La pandemia llevó a muchas personas a cuestionar su relación con la comida. Las cocinas caseras volvieron a activarse y surgió un renovado interés por el origen de nuestros alimentos.
Un enfoque gradual suele ser el más efectivo. No se trata de ser perfectos, sino de recuperar el protagonismo de los alimentos reales en nuestra dieta, reduciendo progresivamente los ultraprocesados.
Algunas estrategias prácticas incluyen:
- Planificar y preparar comidas básicas semanalmente
- Aprender a interpretar etiquetas, enfocándose en la lista de ingredientes
- Redescubrir técnicas de cocina sencillas y eficientes
- Distribuir la preparación de alimentos entre todos los miembros del hogar
- Priorizar alimentos locales y de temporada
Cocinar no requiere habilidades extraordinarias. Con pocos ingredientes básicos y 20 minutos se puede preparar una comida nutritiva. El secreto está en la planificación y en simplificar.

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Un futuro más consciente
Este despertar colectivo está comenzando a influir en la industria. Algunas empresas están reformulando sus productos para reducir aditivos, respondiendo a consumidores más informados.
El cambio real vendrá cuando exijamos transparencia y calidad de forma masiva. No se trata solo de salud individual, sino de crear un sistema alimentario más justo y sostenible.
Cada elección en el supermercado es una oportunidad para votar con el carrito. La pregunta no es si podemos permitirnos comer alimentos reales, sino si podemos permitirnos no hacerlo.
Porque somos lo que comemos. Y si consumimos productos diseñados en laboratorios, ¿en qué nos estamos convirtiendo? La próxima vez que abramos la nevera, valdría la pena reflexionar sobre esta cuestión.
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